Por fin había llegado. Lejos, muy lejos. Mucho más de lo que
nunca se aventuró a imaginar. Nadie podía alcanzarle en su reino de hielo. Y
finalmente, más allá de sus recuerdos, había encontrado la paz: entre la neblina y
la escarcha, el frío. Los inviernos largos. Él dejó de escribirle: fue entonces
cuando creyó que era fuerte. Invulnerable, indestructible. Ingenuo. ¿De verdad
lo era? Veréis, yo una vez también creí ser fuerte…hasta que apareció ella.
Era una noche de diciembre, y ahí estaba yo esperándola en la
calle. No tardó mucho en aparecer a lo lejos. Venía andando, y conforme se iba
acercando, lamenté haberla mirado a los ojos. Creo que esa fue la primera vez
que la besé, aunque solo fuese con la mirada. Tengo que decir que soy un poco
inútil en estas cosas: “puedo escribir los versos más tristes esta noche”, y
sin embargo, apenas fui capaz de decirle “hola”. Me pidió perdón por hacerme
esperar, mientras yo me moría de ganas de decirle que ella no llegaba tarde. Si
eso el resto del mundo, que tardó tanto tiempo en llevarme hasta ella. ¿Cómo
una luz tan brillante pudo pasar tan desapercibida? Me desconciertas, pequeña:
tan sencilla y a la vez tan compleja. Contigo no sé si avanzar o retroceder, si
acercarme o alejarme, si hablarte o quedarme callado mirando tu fotografía
mientras te escribo estas líneas. Es increíble lo rápido que se pasan las horas
cuando te tengo cerca, incluso cuando estabas al otro lado de una pantalla a
miles de kilómetros de aquí. ¿Qué importa la distancia en un mundo donde nuestros
muros más altos están hechos de silencio? Contigo me asaltan las dudas y me ahoga la espera. Y qué
bonita manera de ahogarse de nuevo en algo que no sean promesas rotas. No sé si me explico, pero si algún día lo entendéis, buscadme en el fondo.