Ella
era la única estrella que brillaba sobre el cielo de Berlín: se convirtió, sin
quererlo, en el contrapunto perfecto a los días grises que nos dejó aquel
último verano. Llevaba puestos sus vaqueros rotos que conjuntaba con esa
sonrisa capaz de hacer que el mundo se detuviese a admirarla cuando pasaba de
largo. Era realmente guapa: tenía la piel tostada, los ojos marrones y llevaba
todos los atardeceres recogidos en su pelo.
¿Sabéis? Supe que ella me dolería desde el
primer día. El verdadero problema de sentirse vacío por dentro no es que te
acabes enamorando de la primera persona que pasa con la esperanza de que llene
ese hueco, sino que acabas enamorándote de las personas que no debes cuando la
soledad llama a tu puerta. Entonces llegó septiembre, que es donde más duelen las
despedidas. Y el destino, caprichoso, quiso que la conociese en la
estación en la que la vi marchar por última vez. De fondo sonaba Summertime sadness de Lana del Rey, y ella se marchó como se
marchan las cosas que más he querido en esta vida: dejando una herida detrás,
de esas que nunca terminan de cicatrizar mientras su nombre te hace sangrar por
las noches. Recuerdo que lo único que me dejó cuando nos separamos por última
vez fue esa sensación de vértigo y un abrazo de esos que son capaces de
arreglarte por dentro. Y fue entonces, en aquella estación de Alemania, cuando
comprendí que los mejores trenes son aquellos que nunca piensas que vas a
coger. Y lo poco que importan los kilómetros si, al fin y al cabo, todos
compartimos un mismo cielo.
Sería bonito pensar que alguien especial pudiese
estar leyendo esto ahora mismo, a 1321 kilómetros de aquí. Ya lo sabes..."late is better than never".